EL SEÑOR ROCHE
El señor Roche era hombre muy amigo
de callejear y de dar grandes paseos; siempre se hallaba dispuesto a servirnos
de cicerone con verdadera diligencia y con una extraordinaria amabilidad.
Muchas veces mi padre prefería estar hablando en el salón y yo paseaba con el señor
Roche.
Roche sentía esa curiosidad
insaciable del vago, a quien los hombres atareados llaman papanatas. Para él,
nada tan agradable como pasar horas enteras en un puente contemplando el
movimiento del río, o mirando una tapia detrás de la cual se dice que ocurre
algo.
A Roche le encantaban los
espectáculos callejeros y era un gran observador de menudencias.
Me acompañó a ver los museos, los
grandes parques llenos de frescura, de verdor y de silencio, en donde pían los
pájaros, y me mostró las pequeñas curiosidades de la calle.
Me hizo pasar largos ratos viendo
cómo cualquier pintor ambulante, con una cajita de lápices de colores,
arrodillado en el suelo, pintaba en las aceras una porción de paisajes y de
escenas religiosas y militares, y cómo luego ponía unos letreros explicativos
con una magnífica letra.
Frecuentemente, el pintor callejero
solía estar acompañado por un perro de aguas, el cual, muy quieto, sostenía una
canastilla en la boca, en donde Roche y los demás admiradores del artista
dejaban alguna moneda.
Otras veces se detenía a ver en un
rincón de una calle a Guignol apaleando al juez, lo que le hacía mucha gracia,
o algunas chiquillas bailando la jiga al compás de las notas de un organillo.
Me llevó también a ver los rincones
descritos por Dickens, el almacén de antigüedades próximo a Lincoln’s Inn, la
tienda de objetos de náutica del Pequeño Aspirante de Marina de la calle
Minories, y me mostraba la gente sin hogar esperando el momento de entrar en el
Workhouse, y el barrio italiano entre Clerkenwell Road y Rosebery Avenue, con
sus tiendecillas, en donde se vende polenta, mortadela y macarrones; sus
bandadas de chiquillos sucios y sus mujeres peinándose en la calle.
Descubrimos en Fleet Street, en
algunos escaparates de los periódicos, el retrato de mi padre y el mío, y Roche
me llevó a Paternoster Row, una calle de libreros, en donde durante algún
tiempo nuestras fotografías figuraron entre celebridades.
También solíamos andar por las calles
elegantes: Bond Street y Regent Street. Abundaban allá las mujeres bonitas,
elegantísimas, con un aire angelical; sobre todo los establecimientos de modas
eran exhibiciones de muchachas preciosas, rubias, morenas y rojas con tocados
vaporosos.
―Están ahí como reclamo de las
tiendas ―decía Roche―. Es curioso ―añadía―; en esta parte de Oxford Street,
Regent Street, Piccadilly y Bond Street, dominan las mujeres; en cambio, en la
City no ve usted más que hombres. De aquí resulta que las mujeres de allá
tienen aire hombruno; en cambio los hombres de aquí son de tipo afeminado.
De pronto Roche se paraba, y, como
quien hace un descubrimiento, me decía:
―Mire usted qué diversidad de olores,
¿eh? Aquí se siente el olor del carbón y de la marea del río que a mí me gusta…
Hemos dado cuatro pasos y, fíjese usted, ya ha cambiado el olor, se siente el
tufo que echan los automóviles… Este olor de arena húmeda y caliente es el que
sale de la estación del metropolitano…; ahora viene un olor de fábrica. Demos
vuelta a la esquina… Parece que vamos en la cubierta de un barco, ¿no es
verdad?
―Sí.
―Es qué la calle está entarugada, y
cuando le da el sol echa un olor de brea. Mire usted aquí ―y el señor Roche
levantaba la cabeza y respiraba― cómo huele a carne asada de algún restaurante.
En cambio, en este rincón ha quedado como inmóvil el olor a tabaco.
Al señor Roche no se le pasaba nada
sin notarlo y comentarlo. Tenía la atención puesta en todas las cosas: en lo
que decían los vendedores ambulantes, en las frases de los cobradores de los
ómnibus invitando a subir a la gente, en cuanto pasaba por delante de sus ojos.
Míster
Roche me contó su vida y la de su mujer.
―Yo he sido siempre ―me dijo― un
hombre vago y sin decisión. Cuando estudiaba en el colegio, un señor que se
dedicaba a la grafología estudió las letras de los alumnos, y al observar la
mía, después de hacer un gesto de desprecio, murmuró: «Falta de voluntad, falta
de carácter». Esto en Inglaterra es un crimen. La verdad es que nunca he podido
decidirme a hacer las cosas rápidamente ni a insistir en ellas. Hasta cuando
era joven y quería enamorarme, no llegaba a fijarme sólo en una muchacha; una
mataba la impresión de la otra y no me decidía jamás. Ésta debía haber sido mi
vida, ¿verdad?: no decidirme nunca.
―Pero alguna vez hay que decidirse
―le dije yo.
―Eso es lo malo, hay que decidirse;
no basta andar como la niebla, de un lado a otro, empujada por el viento; pero
yo espontáneamente no me decidiría nunca. Además, ¿sabe usted?, soy un
profesional de la curiosidad. Todas las cosas que ignoro me atraen, y me atraen
más cuanto más las ignoro. Cuando empiezo a conocerlas es cuando me rechazan.
―Usted debe ser muy poco inglés.
―Tan poco, que soy escocés y
descendiente de irlandeses.
Roche siguió contando su historia,
interrumpiéndola con observaciones y anécdotas. Era hijo de una familia
acomodada, y de joven vivía con su madre en el campo, cerca de Edimburgo. Había
estudiado derecho con la idea de no ejercer la profesión. Un verano, después de
acabar la carrera, conoció a la que luego fue su mujer. Era madame
Roche entonces una muchacha que llamaba la atención, no sólo por su belleza,
sino también por su inteligencia. A pesar de su posición modesta, se hallaba
relacionada con lores y señoras aristocráticas.
Madame
Roche se enamoró primeramente del que luego fue su marido. Éste no se atrevía a
dirigirse a una mujer tan hermosa y brillante; pero ella allanó el camino y se
casaron; gastaron en cinco o seis años todo el dinero que tenían, y vivían de
una pensión modesta que les pasaba la madre del señor Roche.
Fragmento de La ciudad de la niebla de Pio Baroja.
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