viernes, 9 de junio de 2017

Bartleby y compañìa (Fragmento) Enrique Vila-Matas

3) «Me habitué —escribe Rimbaud— a la alucinación simple, veía con toda nitidez una mezquita donde había una fábrica, un grupo de tambores formado por ángeles, calesas en los caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago.» 
     A los diecinueve años, Rimbaud, con una precocidad genial, ya había escrito toda su obra y cayó en un silencio literario que duraría hasta el final de sus días. ¿De dónde procedían sus alucinaciones? Creo que le llegaban simplemente de una imaginación muy poderosa. 
     No está tan claro de dónde procedían las alucinaciones de Sócrates. Aunque se ha sabido siempre que tenía un carácter delirante y alucinado, una conspiración de silencio se encargó durante siglos de que se desconociera este dato. Y es que el hecho de que uno de los pilares de nuestra civilización fuera un excéntrico desaforado resultaba muy difícil de asumir. 
       Hasta 1836 nadie se atrevió a recordar cuál era la verdadera personalidad de Sócrates, se atrevió a esto Louis Francisque Lélut en Du démon de Socrate, un bellísimo ensayo que, basándose escrupulosamente en el testimonio de Jenofonte, recompuso la imagen del sabio griego. A veces, uno cree estar viendo el retrato del poeta catalán Pere Gimferrer: «Vestía el mismo abrigo en todas las estaciones, caminaba descalzo tanto sobre el hielo como sobre la tierra, recalentada por el sol de Grecia, danzaba y saltaba con frecuencia solo, sin motivo y como por capricho [...], en fin, debido a su conducta y a sus maneras se había ganado tal reputación de estrafalario que Zenón el Epicúreo lo apodó el Bufón de Atenas, lo que hoy llamaríamos un excéntrico». 
     Platón ofrece un testimonio más que inquietante en El banquete acerca del carácter delirante y alucinado de Sócrates: «A mitad del camino, Sócrates se quedó atrás, estaba totalmente ensimismado. Me detuve para esperarlo, pero él me dijo que siguiera avanzando [...]. No —les dije a los demás—, dejadlo, le ocurre muy a menudo, de pronto se para allí donde se encuentra. Percibí —dijo de pronto Sócrates— esa señal divina que me resulta familiar y cuya aparición siempre me paraliza en el momento de actuar[...]. El dios que me gobierna no me ha permitido hablarte de ello hasta ahora, y esperaba su permiso». 
      «Me habitué a la alucinación simple», podría haber escrito también Sócrates de no ser porque él jamás escribió una sola línea, sus excursiones mentales de carácter alucinado pudieron tener mucho que ver con su rechazo de la escritura. Y es que a nadie le puede resultar grato dedicarse a inventariar por escrito las alucinaciones propias. Rimbaud sí que lo hizo, pero después de dos libros se cansó, tal vez porque intuyó que iba a llevar muy mala vida si se dedicaba todo el rato a registrar, una tras otra, sus infatigables visiones; tal vez Rimbaud había oído hablar de ese cuento de Asselineau, «El infierno del músico», donde se narra el caso de alucinación terrible que sufre un compositor condenado a oír simultáneamente todas sus composiciones ejecutadas, bien o mal, en todos los pianos del mundo. 
     Hay un parentesco evidente entre la negativa de Rimbaud a seguir inventariando sus visiones y el eterno silencio escrito del Sócrates de las alucinaciones. Sólo que la emblemática renuncia a la escritura por parte de Rimbaud podemos verla,si queremos, como una simple repetición del gesto histórico del ágrafo Sócrates, que, sin molestarse en escribir libros como Rimbaud, dio menos rodeos y renunció ya de entrada a la escritura de todas sus alucinaciones en todos los pianos del mundo.
     A este parentesco entre Rimbaud y su ilustre maestro Sócrates bien se le podrían aplicar estas palabras de Victor Hugo: «Hay algunos hombres misteriosos que no pueden ser sino grandes. ¿Por qué lo son? Ni ellos mismos lo saben. ¿Lo sabe acaso quien los ha enviado? Tienen en la pupila una visión terrible que nunca los abandona. Han visto el océano como Homero, el Cáucaso como Esquilo, Roma como Juvenal, el infierno como Dante, el paraíso como Milton, al hombre como Shakespeare. Ebrios de ensoñación e intuición en su avance casi inconsciente sobre las aguas del abismo, han atravesado el rayo extraño de lo ideal, y éste les ha penetrado para siempre... Un pálido sudario de luz les cubre el rostro. El alma les sale por los poros. ¿Qué alma? Dios». 
     ¿Quién envía a esos hombres? No lo sé. Todo cambia menos Dios. «En seis meses incluso la muerte cambia de moda», decía Paul Morand. Pero Dios no cambia nunca, me digo yo. Es bien sabido que Dios calla, es un maestro del silencio, oye todos los pianos del mundo, es un consumado escritor del No, y por eso estrascendente. No puedo estar más de acuerdo con Marius Ambrosinus, que dijo: «Según mi opinión, Dios es una persona excepcional.»


viernes, 2 de junio de 2017

La Casa de Cartón (Fragmento) - Martín Adán

Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío, que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acecho de la policía, con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.
Mi primer amor se iba de mí, espantada de mi socialismo y mi tontería. “No vayan a ser todos socialistas…”. y ella se prometió darse al primer cristiano viejo que pasara, aunque éste no llegara a los doce años. Sólo ya, me aparté de los problemas sumos y me enamoré verdaderamente de mi primer amor. Sentí una necesidad agónica, toxicomaníaca, de inhalar, hasta reventarme los pulmones, el olor de ella; olor de escuelita, de tinta china, de encierro, de sol en el patio, de papel del estado, de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel –olor de la tinta china, flaco y negro–, casi un tiralíneas de ébano, fantasma de vacaciones… Y esto era mi primer amor.
Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina… Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reirse de mí con una bocaza pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sinfín de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte –nota sospechosa, vergonzona, ridícula: una gallina delante de un huevo–. Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oirla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en un tango: Un malevo…
Mi tercer amor tenía los ojos lindos, y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Ivernizzio. Peregrina muchacha… no sé por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.
Mi cuarto amor fue Catita.
Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a repostería, a pan caliente, olores superpuestos y, en sí mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jenjibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia… Mi primer pecado mortal.