viernes, 7 de diciembre de 2018

Cuenca, no more / Santiago Vizcaíno


Cuenca, no more
A Luis Borja Corral,
duendecillo valiente

  
Decía no fumar y fumamos.
Era la furia.
Dos cadáveres encendidos en una Atenas taciturna.
Yo no era más hombre, sino ridículo.
Pero aprendí que la amistad es «fulgor del instante».
Nos estábamos leyendo,
el rostro,
el cuerpo,
leyendo y golpeando los cerebros,
el uno contra el otro.
Qué hermosa batalla del ego,
de la citación, de la mala traducción de nosotros mismos.
Decía no beber, y bebimos.
Anduvimos ebrios por las húmedas calles de la ciudad
como dos raposas perdidas en el asfalto.
Y comimos el cuy más delicioso del mundo,
chupándonos los dedos,
bajando esa paz salobre con una patucha pecho amarillo,
como tiene que ser.
Decía no drogarse y nos drogamos.
Fuimos felices aspirando,
o más bien inspirando la envidia de los sobrios.
Pero había alguien más:
Lo cito: «Si uno bebe, si bebe
nuevamente, si bebe hasta caer por tierra, debe levantarse
y continuar bebiendo hasta contemplar el Dragón».
El Fakir es mi pastor.
Decía no vomitar y lo hicimos.
En el vado vivo del río Tomebamba, vomitamos.
El vino salía como la sangre.
Manantial de vino sangre de la dark gorge.
Como esa canción, más bien el video: Pass this on.
Decía follar, y no follamos.
Violamos a una mujer imaginaria,
daviliana,
que rompió una botella
en el justo momento del beso. 
Pero no sufrimos.
Lloramos de ardor fervoroso de la dicha.
Como una pastilla incandescente.
Decía tomar el vuelo, y no lo hicimos. Porque la memoria se nubló.
Queda la resaca del goce.
Cuerpo moribundo, depresión postparto. 
Nostalgia de la ola que nos revolcó.
Yo ahora reposo en la arena.




Poemas Underwood - Martin Adán

Prosa dura y magnífica de las calles de la ciudad sin inquietudes estéticas.
Por ellas se va con la policía a la felicidad.
La poesía gafa de las ventanas es un secreto de costureras.
No hay más alegría que la de ser un hombre bien vestido.
Tu corazón es una bocina prohibida por las ordenanzas de tráfico.
Las casas rumian sus paces de buey.
Si dejaras saber que eres un poeta, irías a la comisaría.
Límpiate de entusiasmos los ojos.
Los automóviles te soban las caderas, volviendo la cabeza. Cree tú que son mujeres viciosas. Así tendrás tu aventura y tu sonrisa para después de la cena.
Los hombres que tropiezas tienen la carne encallecida de oficina.
El amor está en cualquier parte, pero en ninguna está de otro modo.
Pasan obreros con los ojos resentidos con la tarde, con la ciudad y con los hombres.
¿Por qué había de fusilarte la Checa? Tú no has acaparado sino tu alma.
La ciudad lame la noche como una gata famélica.
Y tú eres un hombre feliz, quizá el único hombre feliz.
Tienes camisa y no tienes grandes pensamientos de ninguna clase.
Ahora siento cólera contra los acusadores y los consoladores.
Spengler es un tío asmático, y Pirandello es un viejo estúpido, casi un personaje suyo.
Pero no he de enfurecerme por pequeñeces.
Mil cosas han hecho los hombres peores que sus culturas: Las novelas de Víctor Hugo, la democracia, la instrucción primaria, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera.
Pero los hombres se empeñan en amarse los unos a los otros.
Y, como no lo consiguen, acaban por odiarse.
Porque no quieren creer que todo es irremediable.
La polis griega sospecho que fue un lupanar al que había que ir con revólver.
Y los griegos, a pesar de su cultura, fueron hombres felices.
Yo no he pecado mucho, pero ya sé de estas cosas.
Bertoldo diría estas cosas mejor, pero Bertoldo no las diría nunca. El no se mete en honduras -y está viejo, quiere paz y hasta apoya a los moderados.
El mundo no está precisamente loco, pero sí demasiado decente. No hay manera de hacerle hablar cuando está borracho. Cuando no lo está abomina de la borrachera o ama a su prójimo.
Pero yo no sé sinceramente qué es el mundo ni qué son los hombres.
Sólo sé que debo ser justo y honrado y amar a mi prójimo.
Y amo a los mil hombres que hay en mí, que nacen y mueren a cada instante y no viven nada.
He aquí mis prójimos.
La justicia es unas estatuas feas en las plazas de las ciudades.
Ninguna de ellas me gusta ni poco ni mucho -no son diosas ni mujeres.
Yo amo la justicia de las mujeres sin túnica y sin divinidad.
En punto a honradez, no soy de los peores.
Como mi pan a solas, sin dar envidia a mi prójimo.
Nací en una ciudad, y no sé ver el campo.
Me he ahorrado el pecado de desear que fuera mío.
En cambio deseo el cielo.
Casi soy un hombre virtuoso, casi un místico.
Me gustan los colores del cielo porque es seguro que no son tintes alemanes.
Me gusta andar por las calles algo perro, algo máquina, casi nada hombre.
No estoy muy convencido de mi humanidad; no quiero ser como los otros. No quiero ser feliz con permiso de la policía.
Ahora en las calles hay un poco de sol.
No sé quién se lo ha llevado, qué mal hombre, dejando manchas en el suelo como un animal degollado.
Pasa un perrito cojo -he aquí la única compasión, la única caridad, el único amor de que soy capaz.
Los perros no tienen Lenin, y esto les garantiza una vida humana pero verdadera.
Andar por las calles como los hombres de Pío Baroja -(todos un poco perros)-.
Mascar huesos como los poetas de Murger, pero con serenidad.
Pero los hombres tienen posvida.
Por eso dedican su vida al amor del prójimo.
El dinero lo hacen para matar el tiempo inútil, el tiempo vacío…
Diógenes es un mito -la humanización del perro.
El anhelo que tienen los grandes hombres de ser completamente perros. Los pequeños hombres quieren ser completamente grandes hombres, millonarios, a veces dioses.
Pero estas cosas deben decirse en voz baja -siento miedo de oírme a mí mismo.
Yo no soy un gran hombre -yo soy un hombre cualquiera que ensaya las grandes felicidades.
Pero la felicidad no basta a ser feliz.
El mundo está demasiado feo, y no hay manera de embellecerlo.
Sólo puedo imaginarlo como una ciudad de burdeles y fábricas bajo un aletazo de banderas rojas.
Yo me siento las manos delicadas.
¿Qué soy, qué quiero? Soy un hombre y no quiero nada.
O, tal vez, ser un hombre como los toros o como los otros.
Tú no tienes las orejas demasiadas grandes.
Yo quiero ser feliz de una manera pequeña. Con dulzura, con esperanza, con insatisfacción, con limitación, con tiempo, con perfección.
Ahora puedo embarcarme en un trasatlántico. E ir pescando durante la travesía aventuras como peces.
Pero ¿a donde iría yo?.
El mundo me es insuficiente.
Es demasiado grande, y no pudo desmenuzarlo en pequeñas satisfacciones como yo quiero.
La muerte es sólo un pensamiento, nada más, nada más…
Y yo quiero que sea un largo deleite con su fin, con su calidad.
El puerto, lleno de niebla, está demasiado romántico.
Citeres es un balneario norteamericano.
Las yanquis tienen la carne demasiado fresca, casi fría, casi muerta.
El panorama cambia como una película desde todas las esquinas.
El beso final ya suena en la sombra de la sala llena de candelas de cigarrillos. Pero está no es la escena final. Pero ello es por lo que el beso suena.
Nada me basta, ni siquiera la muerte; quiero medida, perfección, satisfacción, deleite.
¿Cómo he venido a parar en este cinema perdido y humoso?.
La tarde ya se habrá acabado en la ciudad. Y yo todavía me siento la tarde.
Ahora recuerdo perfectamente mis años inocentes. Y todos los malos pensamientos se me borran del alma. Me siento un hombre que no ha pecado nunca.
Estoy sin pasado, con un futuro excesivo.
A casa…

viernes, 9 de noviembre de 2018

Prefacio de Música para camaleones - Truman Capote


EL LÁTIGO QUE DIOS ME DIO

Mi vida, al menos como artista, puede proyectarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura: las altas y bajas, los ciclos claramente definidos.

Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que sólo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar zapateado y hacer dibujos. Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me habra encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.

Pero, por supuesto, yo no lo sabía. Escribí relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos que me habían referido antiguos esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y, después de aquello, cayó el látigo!

Así como algunos jóvenes practican el piano o el violín cuatro o cinco horas diarias, igual me ejercitaba yo con mis plumas y papeles. Sin embargo, nunca discutí con nadie mi forma de escribir; si alguien me preguntaba lo que tramaba durante todas aquellas horas, yo le contestaba que hacía los deberes. En realidad, jamás hice los ejercicios del colegio. Mis tareas literarias me tenían enteramente ocupado: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de dividir los párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo. Por no mencionar el plan general de conjunto, el amplio y exigente arco que a del comienzo al medio y al fin. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación de todos los días.

De hecho, los escritos más interesantes que realicé en aquella época consistieron en sencillas observaciones cotidianas que anotaba en mi diario. Extensas narraciones al pie de la letra de conversaciones que acertaba a oír con disimulo. Descripciones de algún vecino. Habladurías del barrio. Una suerte de informaciones, un estilo de "ver" y "oír" que más tarde ejercerían verdadera Influencia en mí, aunque entonces no fuera consciente de ello, porque todos mis escritos "serios", los textos que pulía y mecanografiaba escrupulosamente, eran más o menos novelescos.

Al cumplir diecisiete años, era un escritor consumado. Si hubiese sido pianista, habría llegado el momento de mi primer concierto público. Según estaban las cosas, decidí que me encontraba dispuesto a publicar. Envié cuentos a los principales periódicos literarios trimestrales, así como a las revistas nacionales que en aquellos días publicaban lo mejor de la llama da ficción "de calidad" —Story, The New Yorker, Harper's Bazaar, Mademoiselle, Harper's, Atlantic Monthly—, y en tales publicaciones aparecieron puntualmente mis relatos.

Más tarde, en 1948, publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos. Bien recibida por la crítica, fue un éxito de ventas y, asimismo, debido a una extraña fotografía del autor en la sobrecubierta, significó el inicio de cierta notoriedad que no ha disminuido a lo largo de todos estos años. En efecto, mucha gente atribuyó el éxito comercial de la novela a aquella fotografía. Otros desecharon el libro como si fuesé una rara casualidad: "Es sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien". ¿Sorprendente? ¡Sólo había estado escribiendo día tras día dura catorce años! No obstante, la novela fue un satisfactorio remante al primer ciclo de mi formación.

Una novela corta, Desayuno en Tiffany's, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años intermedios, experimenté en casi todos los campos de la literatura tratando de dominar un repertorio de fórmulas y de alcanzar un virtuosismo técnico tan fuerte y flexible como la red de un pescador. Desde luego, fracasé en algunas de las áreas exploradas, pero es cierto que se aprende más de un fracaso que de un triunfo. Sé que aprendí, y más tarde pude aplicar los nuevos conocimientos con gran provecho. En cual quier caso, durante aquella década de investigación escribí colecciones de relatos breves (A Tree of Night, A Christmas Memory), ensayos y descripciones (Local Color, Observations, la obra contenida en The Dogs Bark), comedias (The Grass Harp, House of Flowers), guiones cinematográficos (Beat the Devil, The Innocents), y gran cantidad de reportajes objetivos, la mayor parte para The New Yorker.

En realidad, desde el punto de vista de mi destino creativo, la obra más interesante que produje durante toda esa segunda fase apareció primero en The New Yorker, en una serie de artículos y, a continuación, en un libro titulado The Muses Are Heard. Trataba del primer intercambio cultural entre la U.R.S.S y los E.E. U.U.: un recorrido por Rusia llevado a cabo en 1955 por una compañía de negros americanos que representaba Porgy and Bess. Concebí toda la aventura como una breve "novela real" cómica: la primera.

Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, su versión sobre la realización de una película, The Red Badge of Courage; con sus cortes rápidos, sus saltos hacia adelante y hacia atrás, también era como una película y, mientras la leía, me pregunté qué habría pasado si la autora hubiese prescindido de su rígida disciplina lineal al recoger los hechos de modo estricto y hubiera manejado su material como si se tratara de ficción: ¿habría ganado el libro, o habría perdido? Decidí que, si se presentaba el tema apropiado, me gustaría intentarlo: Porgy and Bess, y Rusia en lo más crudo de su invierno parecía ser el tema adecuado.

The Muses Are Heard recibió excelentes críticas; incluso fuentes por lo general poco amistosas hacia mí se inclinaron a alabarlo. Sin embargo, no atrajo ninguna atención especial y las ventas fueron moderadas. Con todo, aquel libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podría haber encontrado justamente una solución para lo que siempre había sido mi mayor problema creativo.

Durante varios años me sentí cada vez más atraído hacia el periodismo como forma artística en sí misma, tenía dos razones. En primer lugar, no me parecía que hubiese ocurrido algo verdaderamente innovador en la literatura en prosa, ni en la literatura en general, desde la década de 1920; en segundo lugar, el periodísmo como arte era un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos artistas literarios han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho, ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías. The Muses Are Heard me situó en una línea de pensamiento enteramente distinta: quería realizar una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía.

No fue hasta 1959 cuando algún misterioso instinto me orientó hacia el tema —un oscuro caso de asesinato en una apartada zona de Kansas—, y no fue hasta 1966 cuando pude publicar el resultado, A sangre fría.

En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, su personaje, un escritor en las sombras de la madurez, se lamenta: "Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, el resto es la demencia del arte". O palabras parecidas. En cualquier caso, míster James lo expone en toda la línea; nos está diciendo la verdad. Y la parte más negra de las sombras, la zona más demencial de la locura, es el riguroso juego que conlleva. Los escritores, cuando menos aquellos que corren auténticos riesgos, que están ansiosos por morder la bala y pasar la plancha de los piratas, tienen mucho en común con otra casta de hombres solitarios: los individuos que se ganan la vida jugando al billar y dando cartas. Mucha gente pensó que yo estaba loco por pasarme seis años vagando a través de las llanuras de Kansas; otros rechazaron de lleno mi concepción de la "novela real", declarándola indigna de un escritor "serio"; Norman Mailer la definió como un "fracaso de la imaginación", queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir acerca de algo imaginario en vez de algo real.

Sí, fue como jugarse el resto al póquer; durante seis exasperantes años estuve sin saber si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y crudos inviernos, pero seguí dando cartas, jugando mi mano lo mejor que sabía. Luego resultó que tenla un libro. Varios críticos se quejaron de que "novela real" era un término para llamar la atención, un truco publicitario, y que en lo que yo había hecho no figuraba nada nuevo ni original. Pero hubo otros que pensaron de modo diferente, otros escritores que comprendieron el valor de mi experimento y en seguida se dedicaron a emplearlo personalmente; y nadie con mayor rapidez que Norman Mailer, quien ganó un montón de dinero y de premios escribiendo "novelas reales" (The Armies of the Night, Of a Fire on the Moon, The Executioner's Song), aunque siempre ha tenido cuidado de no describirlas eomo "novelas reales". No importa; es un buen escritor y un tipo estupendo, y me resulta grato el haberle prestado algún pequeño servicio.

La línea en zigzag que traza mi fama como escritor ha alcanzado una altura satisfactoria, y ahí la dejo descansar antes de pasar al cuarto, y espero que último, ciclo. Durante cuatro años, más o menos de 1968 a 1972, pasé la mayor parte del tiempo leyendo y seleccionando, reescribiendo, catalogando mis propias cartas y las cartas de otras personas, mis diarios y cuadernos de notas (que contienen narraciones detalladas de centenares de situaciones y conversaciones) de los años de 1943 a 1965. Tenía intención de emplear mucho de ese material en un libro que planeaba desde hacía tiempo: una variante de la novela real. Titulé el libro Answered Prayers, que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: "Más lágrimas se derraman por las plegarias respondidas que por las no satisfechas". En 1972 empecé a trabajar en ese libro escribiendo el último capítulo en primer lugar (siempre es bueno saber adónde va uno). Después, eseribí el primer capítulo, "Unspoiled Monsters". Luego, el quinto, "A Severe Insulte for the Brain". A continuación, el séptimo, "La Cote Busque". Seguí de esa manera, escribiendo diferentes capítulos con el orden cambiado. Sólo podía hacerlo porque la trama o, mejor dicho, las tramas eran reales, así como todos los personajes: no era difícil tenerlo todo en la cabeza, porque yo no había inventado nada. Y, sin embargo, Answered Prayers no está pensada como un roman a clef ordinario, una forma donde los hechos están disfrazados eomo ficción. Mi propósito es lo contrario: eliminar disfraces, no fabricarlos.

En 1975 y 1976, publiqué cuatro capítulos de ese libro en la revista Esquire. Provocaron la ira de ciertos círculos, donde pensaron que yo estaba traicionando confianzas, abusando de amigos y/o enemigos. No tengo intención de discutirlo; el tema incluye política social, no mérito artístico. Nada más diré que lo único que un escritor debe trabajar es la documentación que ha recogido como resultado de su propio esfuerzo y observación, y no puede negársele el derecho a emplearlo. Se puede condenar, pero no negar.

No obstante, dejé de trabajar en Answered Prayers en septiembre de 1977 hecho que no tiene nada que ver con ninguna reacción pública a las partes ya publicadas del libro. La interrupción ocurrió porque yo me encontraba ante un tremendo montón de problemas: sufría una crisis creativa, y, al mismo tiempo, personal. Como la última no tenía relación, o muy poco, con la primera, sólo es necesario aludir al caos creativo.

Ahora, a pesar de que fue un tormento, me alegro de que ocurriese; en el fondo, modificó enteramente mi concepción de la escritura, mi actitud hacia el arte y la vida y el equilibrio entre ambas cosas, y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo que es realmente cierto.

Para empezar, creo que la mayoría de los escrito res, incluso los mejores, son recargados. Yo prefiero escribir de menos. Sencilla, claramente, como un arroyo del campo. Pero noté que mi escritura se estaba volviendo demasiado densa, que utilizaba tres páginas para llegar a resultados que debería alcanzar en un simple párrafo. Una y otra vez leí todo lo que había escrito de Answered Prayers, y empecé a tener dudas: no acerca del contenido, ni de mi enfoque, sino sobre la organización de la propia escritura. Volví a leer A sangre fría y tuve la misma impresión: había demasiados sectores en los que no escribía tan bien como podría hacerlo, en los que no descargaba todo el potencial. Con Ientitud, pero con alarma creciente, leí cada palabra que había publicado, y decidí que nunca, ni una sola vez en mi vida de escritor, había explotado por completo toda la energía y todos los atractivos estéticos que encerraban los elementos del texto. Aun cuando era bueno, vi que jamás trabajaba con más de la mitad, a veces con sólo un tercio, de las facultades que tenía a mi disposición, ¿por qué?

La respuesta, que se me reveló tras meses de meditación, era sencilla, pero no muy satisfactoria. En verdad, no hizo nada para disminuir mi depresión; de hecho, la aumentó. Porque la respuesta creaba un problema en apariencia insoluble, y si no podía resolverlo, más valdría que dejase de escribir. El problema era: ¿cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura —digamos el relato breve— todo lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias? Pues esa era la razón por la que mi trabajo a menudo resultaba insuficientemente iluminado; había fuerza, pero al ajustarme a los procedimientos de la forma en que trabajaba, no utilizaba todo lo que sabía acerca de la escritura: todo lo que había aprendido de guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela. Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos simultáneamente. Pero ¿cómo?

Volví a Answered Prayers. Eliminé un capítulo y volví a escribir otros dos. Una mejora; sin duda, una mejora. Pero lo cierto era que debía volver al parvulario. ¡Ya andaba metido otra vez en uno de aquellos desagradables juegos! Pero me animé; sentí que un sol invisible se levantaba por encima de mí. No obstante, mis primeros experimentos fueron torpes. Me encontraba realmente como un niño con una caja de lápices de colores.

Desde un punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue permanecer completamente al margen. Por lo común, el periodista tiene que emplearse a sí mismo como personaje, como observador y testigo presencial, con el fin de mantener la credibilidad. Pero creí que, para el tono aparentemente distanciado de aquel libro, el autor debería estar ausente. Efectivamente, en todo el reportaje intenté mantenerme tan encubierto como me fue posible.

Ahora, sin embargo, me situé a mí mismo en el centro de la escena, y de un modo severo y mínimo, reconstruí conversaciones triviales con personas corrientes: el administrador de mi casa, un masajista del gimnasio, un antiguo amigo del colegio, mi dentista. Tras escribir centenares de páginas acerca de esa sencilla clase de temas, terminé por desarrollar un estilo. Había encontrado una estructura dentro de la cual podía integrar todo lo que sabía acerca del escribir.

Más tarde, utilizando una versión modificada de ese procedimiento, escribí una novela real corta (Ataúdes tallados a mano) y una serie de relatos breves. El resultado es el presente volumen: Música para camaleones.

¿Y cómo afectó todo esto a mi otro trabajo en marcha, Answered Prayers? En forma muy considerable. Entretanto, aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio.


domingo, 27 de mayo de 2018

Invocación al Espantapájaro - Julio Inverso

Espantapájaros, protector del maíz y guardador de las lluvias alucinado, con los ojos confusos de la misión, dinos, oh por favor dinos donde dirigir nuestros pasos a través del invierno, nuestros pasos cansados y perdidos y nuestro corazón titilante. Espantapájaros del gran teatro de Oklahoma: Los niños trepan tus pedestales y beben la oscuridad de tus ojos; los poetas comen las sombras de la basura; las jaurías vagan inquietas por la ciudad entre el galope de los caballos blancos: la piedra del universo tiene cabellos de violines y cuerpo de manta-raya del solsticio. Espantapájaros, guardador de las sobras, quien ha incrustado diamantes en el cielo y enterrado los cadillacs en el desierto, te rogamos te presentes aquí, que imploramos que nos des la armonía que robaste a los árabes y a los chacales, te pedimos que disipes la guerra para que podamos dormir en sitio seguro. Espantapájaros que has sentido el viento del infierno al abrir la puerta, no dejes que la podredumbre se aproxime a nosotros, no dejes que el gusano se coma nuestras lágrimas, no dejes que Hollywood haga nacer otra estrella este año, no dejes que las palomas mensajeras se extravíen entre los surtidores del nafta en el desierto. Espantapájaros, espléndido espantapájaros, danos los milibares de tu tormenta y el ojo disecado de las águilas a 10 kilómetros de aquí, danos un pedazo de pan de pordiosero fecundado con lágrimas de vírgenes. Danos la tierra rica en frutos, taxis, drogas y caos. Espantapájaros, hombre maravilloso, danos tu brujería, tu alquimia, tu conjuro para llamar a dios, tu salmodia para dormir a los niños en la hamaca, tu grito para pedir antes las huestes angélicas. Espantapájaros de las ciervas en la noche, de los muerciélagos mecánicos, de la lavandera con ojos llenos de lágrimas, de las mariposas más altas de la edad. Danos tu magia, toma nuestros cuerpos y almas y lávalos en la sal del crisol, danos las llaves de los oscuros barracones cerrados hace años. Danos tu hambre y haremos una fiesta. Seremos las últimas ballenas del mundo, lanzando chorros de elíxires malditos, reozando juntas en los océanos helados, en los sueños de los hombres que florecen de día tras día y en la tierra desolada. Espantapájaros, creemos en tu influjo y en tu noche, tu noche muy oscura en nuestras venas. Espantapájaros, danos el ácido de las cerezas de torpe carrera, danos una sed para saciarla con vino de eternidad, danos la ley imperial para detener la locura del mundo, danos ojos nuevos, ojos maravillados, danos el fuego con contorsiones de pantera, danos una panoplia para nuestras mariposas evadidas de los manicomios, danos un escudo de armas, danos la estirpe y los cadalsos exactos. Espantapájaros guardador de las lluvias y protector del maíz, danos los sueños de los locos, danos catedrales en los suburbios, danos la vida hermosa, danos el silencio sentido como un estremecimiento, danos las pasiones pasadas y las futuras. Espantapájaros, magnífico espantapájaros, danos las estrellas crocantes como el pan, danos humo en la lluvia para que beban los pájaros. Y siéntate a la mesa junto a nosotros, tan hambriento y cansado, oscuro y malquerido. Entonces pondré mi mano en tu hombro, sin hablarte, sólo mirándote para saber más acerca de nosotros, para ser grandes, místicos, indestructibles, para ser hombres libres.

Para que la felicidad no sea un niño huérfano danos el oro de tus entrañas, de los contrario, mátanos. 

 
De Agua Salvaje (1995).

domingo, 29 de abril de 2018

Juan Ramirez Ruiz - Hechos que no deben olvidarse

1) Imponte la tarea de escribir los poemas que jamás se hayan escrito.
2) Llena de palabras el sentimiento. Y llena de intensidad las palabras
3) Los poemas deben tener el olor del mundo y deben respirar como un ser vivo, un poema integral es siempre un operativo cultural.
4) Es necesario escribir el color azul, escribir la angustia, escribir la lucha, escribir el rectángulo, la violencia.
5) Nada reemplazará tu obra. Y nadie te reemplazará a ti.
6) Desprecia convenientemente todo lo antihistórico y escupe a la rigidez y a lo insulso.
7) Eres todo lo que supones y aun eres mucho más.
8) Ámate como amas a la audacia.
9) Di la primera palabra. Y no te preocupes por la última.
10) No tienes el “no me toca” para nada.
11) Nunca serás demasiado joven para todo lo que se puede lograr.
12) Tu condición, tu edad, tu circunstancia no es una disculpa para nada.
13) Piensa como dos. Ama como tres. Y trabaja como cuatro.
14) Sé audaz pero mantente fiel a tu respiración.
15) Es posible lograr lo imposible. Hay el 100 % de posibilidades.
16) Edita por lo menos una revista de poesía joven en tu vida.
17) Ten el coraje de ir a la mierda y ten el valor de regresar.
18) Si no hay un hombro donde apoyarse, apóyate en tu hombro.
19) El poema no quiere que lo saquen, el poema salir.
20) El que camina va en un solo pie. El problema es donde poner el otro. El que se detiene pone los dos pies y no es fiel a su respiración.
21) Eres indispensable como el aire.
22) Pon en dos minutos de palabras, los hechos de dos años de experiencia.
23) Evádete de tu nombre.
24) Tú siempre serás lo que se necesita.
25) Nunca se te va a terminar el amor. Prodígalo en tu mujer y bendícela, prodígalo en tu amigo y bendícelo.
26) Regálate y atrévete. Tú puedes. Poesía es.



domingo, 25 de marzo de 2018

César Vallejo - Las ventanas se han estremecido,,,


Las ventanas se han estremecido, elaborando una metafísica del universo. Vidrios han caído. Un enfermo lanza su queja: la mitad por su boca lenguada y sobrante, y toda entera, por el ano de su espalda.
Es el huracán. Un castaño del jardín de las Tullerías habráse abatido, al soplo del viento, que mide ochenta metros por segundo. Capiteles de los barrios antiguos, habrán caído, hendiendo, matando.
¿De qué punto interrogo, oyendo a ambas riberas de los océanos, de qué punto viene este huracán, tan digno de crédito, tan honrado de deuda derecho a las ventanas del hospital? Ay las direcciones inmutables, que oscilan entre el huracán y esta pena directa de toser o defecar! Ay! las direcciones inmutables, que así prenden muerte en las entrañas del hospital y despiertan células clandestinas a deshora, en los cadáveres.
¿Qué pensaría de si el enfermo de enfrente, ése que está durmiendo, si hubiera percibido el huracán? El pobre duerme, boca arriba, a la cabeza de su morfina, a los pies de toda su cordura. Un adarme más o menos en la dosis y le llevarán a enterrar, el vientre roto, la boca arriba, sordo el huracán, sordo a su vientre roto, ante el cual suelen los médicos dialogar y cavilar largamente, para, al fin, pronunciar sus llanas palabras de hombres.
La familia rodea al enfermo agrupándose ante sus sienes regresivas, indefensas, sudorosas. Ya no existe hogar sino en torno al velador del pariente enfermo, donde montan guardia impaciente, sus zapatos vacantes, sus cruces de repuesto, sus píldoras de opio. La familia rodea la mesita por espacio de un alto dividendo. Una mujer acomoda en el borde de la mesa, la taza, que casi se ha caído.
Ignoro lo que será del enfermo esta mujer, que le besa y no puede sanarle con el beso, le mira y no puede sanarle con los ojos, le habla y no puede sanarle con el verbo. ¿Es su madre? ¿Y cómo, pues, no puede sanarle? ¿Es su amada? ¿Y cómo, pues, no puede sanarle? ¿Es su hermana? Y ¿cómo, pues, no puede sanarle? ¿Es, simplemente, una mujer? ¿Y cómo pues, no puede sanarle? Porque esta mujer le ha besado, le ha mirado, le ha hablado y hasta le ha cubierto mejor el cuello al enfermo y ¡cosa verdaderamente asombrosa! no le ha sanado.
El paciente contempla su calzado vacante. Traen queso. Llevan sierra. La muerte se acuesta al pie del lecho, a dormir en sus tranquilas aguas y se duerme. Entonces, los libres pies del hombre enfermo, sin menudencias ni pormenores innecesarios, se estiran en acento circunflejo, y se alejan, en una extensión de dos cuerpos de novios, del corazón.
El cirujano ausculta a los enfermos horas enteras. Hasta donde sus manos cesan de trabajar y empiezan a jugar, las lleva a tientas, rozando la piel de los pacientes, en tanto sus párpados científicos vibran, tocados por la indocta, por la humana flaqueza del amor. Y he visto a esos enfermos morir precisamente del amor desdoblado del cirujano, de los largos diagnósticos, de las dosis exactas, del riguroso análisis de orinas y excrementos. Se rodeaba de improviso un lecho con un biombo. Médicos y enfermeros cruzaban delante del ausente, pizarra triste y próxima, que un niño llenara de números, en un gran monismo de pálidos miles. Cruzaban así, mirando a los otros, como si más irreparable fuese morir de apendicitis o neumonía, y no morir al sesgo del paso de los hombres.
Sirviendo a la causa de la religión, vuela con éxito esta mosca, a lo largo de la sala. A la hora de la visita de los cirujanos, sus zumbidos nos perdonan el pecho, ciertamente, pero desarrollándose luego, se adueñan del aire, para saludar con genio de mudanza, a los que van a morir. Unos enfermos oyen a esa mosca hasta durante el dolor y de ellos depende, por eso, el linaje del disparo, en las noches tremebundas.
¿Cuánto tiempo ha durado la anestesia, que llaman los hombres? ¡Ciencia de Dios, Teodicea! si se me echa a vivir en tales condiciones, anestesiado totalmente, volteada mi sensibilidad para adentro! ¡Ah doctores de las sales, hombres de las esencias, prójimos de las bases! Pido se me deje con mi tumor de conciencia, con mi irritada lepra sensitiva, ocurra lo que ocurra aunque me muera! Dejadme dolerme, si lo queréis, mas dejadme despierto de sueño, con todo el universo metido, aunque fuese a las malas, en mi temperatura polvorosa.
En el mundo de la salud perfecta, se reirá por esta perspectiva en que padezco; pero, en el mismo plano y cortando la baraja del juego, percute aquí otra risa de contrapunto.
En la casa del dolor, la queja asalta síncopes de gran compositor, golletes de carácter, que nos hacen cosquillas de verdad, atroces, arduas, y, cumpliendo lo prometido, nos hielan de espantosa incertidumbre.
En la casa del dolor, la queja arranca frontera excesiva. No se reconoce en esta queja de dolor, a la propia queja de la dicha en éxtasis, cuando el amor y la carne se eximen de azor y cuando, al regresar, hay discordia bastante para el diálogo.
¿Dónde está, pues, el otro flanco de esta queja de dolor, si, a estimarla en conjunto, parte ahora del lecho de un hombre? De la casa del dolor parten quejas tan sordas e inefables y tan colmadas de tanta plenitud que llorar por ellas sería poco, y sería ya mucho sonreír.
Se atumulta la sangre en el termómetro.
¡No es grato morir, señor, si en la vida nada se deja y si en la muerte nada es posible, sino sobre lo que se deja en la vida! ¡No es grato morir, señor, si en la vida nada se deja y si en la muerte nada es posible, sino sobre lo que se deja en la vida! ¡No es grato morir, señor, si en la vida nada se deja y si en la muerte nada es posible, sino sobre lo que pudo dejarse en la vida!



martes, 13 de febrero de 2018

Una carta de Rainer Marìa Rilke

VII

Roma, 14 de mayo de 1904

Muy estimado señor Kappus:

Ha transcurrido mucho tiempo desde que recibì su última carta. No me lo tenga en cuenta: el trabajo, los trastornos y finalmente la salud delicada, repetidamente me mantuvieron apartado de esa respuesta que (así lo quería yo) debía llegarle de días buenos y tranquilos. Ahora, vuelvo a sentirme algo mejor (el comienzo de la primavera con sus variaciones dañinas y caprichosas, duras de soportar, también se hizo sentir aquí) y le saludo, querido señor Kappus, y paso a comentarle (cosa que sicneramente hago de buena gana) su carta, lo mejor que sé. 

      Vea usted, he copiado su soneto, porque lo encontré hermoso y sencillo y nacido con gracia serena. Son los mejores versos que he leído de usted. Y ahora le envío una copia porque sé que es una experiencia importante y plena reencontrar un trabajo propio escrito con letra ajena. Lea los versos como si no fueran suyos y sentirá en su interior con qué fuerza le son propios.

        Ha sido una alegría para mí releer repetidamente ese soneto y su carta; le doy las gracias por ambas cosas.

       No se deje extraviar en su soledad porque haya algo en usted que desee salirse de ella. Precisamente este deseo, si lo utiliza tranquila y reflexivamente como una herramienta, le ayudará a ampliar su soledad por un vasto territorio. La gente (con la ayuda de los convencionalismos) lo tiene todo resuelto de la forma más fácil, siguiendo el aspecto más fácil; pero está claro que nosotros debemos mantenernos en lo difícil y pesado: todo lo vivo se sujeta a ello, todo en la naturaleza crece y se defiende según su índole propia y se convierte en un ser particular, intenta serlo a cualquier precio y contra toda oposición. Poco sabemos, pero que debamos mantenernos en lo difícil y grávido es una seguridad que no nos abandonará; es bueno estar solo, pues la soledad es difícil; que algo sea difícil ha de ser para nosotros una razón de más para hacerlo.


                 También amar es bueno, pues el amor es difícil, amarse de persona a persona es quizá lo más difícil de todo lo que nos ha sido encomendado, lo más avanzado, la última prueba y examen, el trabajo por excelencia, para el que todo otro trabajo es sólo preparación. Por eso los jóvenes, que son principiantes en todo, todavía no conocen el amor: tienen que aprenderlo. Con todas sus fuerzas, con todo su ser reunido en torno a un corazón solitario, inquieto, latiendo hacia arriba, tienen que aprender a amar. El tiempo del aprendizaje es siempre largo y hermético. De este modo, amar será durante mucho tiempo y a lo largo de la vida, soledad, recogimiento prolongado y profundo para aquel que ama. Amar, sobre todo, no es nada que signifique evadirse de sí mismo, darse y unirse a otro, porque ¿qué sería la unión de unos seres aún turbios, incompletos, confusos? Amar es una sublime oportunidad para que el individuo madure, para llegar a ser algo en sí mismo. Convertirse en un mundo, transformarse en un mundo para sí por amor a otro, es una pretensión grande y modesta a la vez, algo que elige y que da vocación y amplitud. Sólo en este sentido, como tarea para trabajar en uno mismo ("escuchar y martillear noche y día") les está permitido usar a los jovenes el amor que les ha sido dado. Exteriorizarse, crear cualquier tipo de comunidad, no es para ellos (que aún han de ahorrar y reunir durante mucho, mucho tiempo), es lo último, lo definitivo. para conseguirlo, apenas hay bastante con toda una vida humana.

               Por esto, los jóvenes suelen equivocarse tan desdichadamente. La impaciencia (que es parte constitutiva de su naturaleza) hace que se arrojen en brazos de otro cuando viene la crecida del amor, que se prodiguen tal cmo son con toda su turbulencia, desorden y confusión ¿Qué puede, pues, ocurrir? ¿Qué puede hacer la vida con esa tropa de semifrustrados que ellos llaman su comunidad, que lo querían llamar su felicidad y, si pudieran, su futuro? Y así cada uno se pierde a sí mismo por amor del otro y pierde al otro y a otros muchos que querían venir. Y pierde la amplitud, el horrizonte y el futuro, cambia imperceptiblemente la ida y la vuelta, situaciones henchidas de presentimientos por una perplejidad estéril de la que ya no puede salir nada bueno, nada que no sea náusea, decepción, mediocridad y caída en una de las infinitas convenciones que, como refugios colectivos, se disponen abundantemente en este camino tan peligroso. No hay ámbito de la experiencia humana tan bien surtido de convenciones como éste, donde aparecen multiplicadas en forma de chalecos salvavidas, lanchas y flotadores. La opinión colectiva ha sabido crearrefugios de todo tipo, porque, inclinada a tomar la vida amorosa como un placer, tenía que convertirla en algo fácil, barato, sin riesgos, seguro, como las diversiones públicas.
                Ciertamente, muchos jóvenes que aman falsamente, es decir, faltos de soledad, entregándose sin discernimiento, extrovertidamente el término medio se queda siempre en este punto—, sienten algo semejante a la opresión de una falta y quieren transformar el estado en que han caído convirtiéndolo, por sus propios medios, en algo fértil y vivo; pues su naturaleza les dice que las preguntas del amor, menos que otras, también esenciales, no pueden ser resultas públicamente ni de acuerdo con ningún convenconalismo; que son pregunta, preguntas inmediatas de persona a persona, que reuieren en cada caso respuestas nuevas, únicas, exclusivamente personales. Pero los que se han arrojado juntos, que ya no se delimitan ni se diferencian, que ya no poseen nada propio, ¿cómo podrán encontrar una salida que les surja dentro, desde la hondura de su derruída solead?
               Provienen de un  compun desamparo y cuando con la mejor voluntad pretenden evitar la convención que les escandaliza (como el matrimonio), van a dar en los tentáculos de una solución menos pública, pero igualmente rutinaria y mortal; en su entorno y en un círculo muy amplio, todo se ha convertido en convención, porque cualquier acto que tiene su origen en una amalgama confusa, prematuramente trenzada, se vuelve convencional. Cualquier relación turbia posee una convención propia por insólita que sea (es decir, por inmortal en el sentido corriente de la palabra). Incluso la separación sería aquí un paso convencional, una fortuita decisión impersonal sin fuerza ni fruto. 
              Quien observe con seriedad encontrará que, como para la muerte, que es difícil, tampoco para el difícil amor se ha encontrado ninguna aclaración, ninguna solución, indicación o camino. Y para estas dos tareas que de manera velada llevamos en nosotros y trnasmitimos sin descubrirlas, no se ha podido encontrar ninguna regla basada en un acuerdo colectivo. No obstante, a medida que como individuos empecemos a vivir, estas grandes cosas nos acogerán con mayor cercanía a nosotros, los solitarios. Las exigencias que el difícil trabajo de amor impone a nuestro desarrollo sobrepasan a la vida; y a nosotros, como principiantes, no estamos a su altura. Sin embargo, si soportamos y hacemos nuestro ese amor como carga y tiempo de aprendizaje, en vez de perdernos en el juego fácil y frívolo tras el que la humanidad se ha escondido de lo más tremendamente serio de su existir, lograremos un pequeño avance y un alivio, quizá perceptible para los que vendrán mucho después de nosotros. Esto ya sería mucho....
             Llegamos precisamente al punto en que por primera vez contemplamoss la relación de una soledad con otra, sin prejuicios y objetivamente; y nuestros intentos de vivir dicha relación no tienen ningún modelo previo. Pero en el curso del tiempo parece que se muestra algo que quiere ayudar a nuestrra vacilante condición de principiantes.
         La muchacha y la mujer, en su nuevo y peculiar desarrollo, serían sólo pasajeramente repetidoras de los vicios y virtudes del varón e imitadoras de profesiones mascculinas. Después de la inseguridad de este tránsito, se mostrará que las mujeres habrán pasado por esos numerosos y variados (a menudo ridículos) disfraces sólo para purificar su propio ser de las influencias deformantes del otro sexo. Las mujeres, en las que la vida permanece y habita más directa, fértil y confidamente, tienen que haber llegado a ser profundidad seres más maduros, más humanos, que el liviano varón, que no se siente atraído más allá de la superficie de la vida por el peso de ningún fruto corporal y que, presuntuoso y apresurado, subestima lo que cree amar.
          Esta humanidad de la mujer, vivida en el dolor y en la humillación, verá la luz cuando se haya despojado de las convenciones de lo únicamente femenino en las transformaciones de su estado y condición; y los hombres, que aún no lo sienten venir, se sentirán sorprendidos y derrotados. Un día, (en los países nórdicos ya hay signos fiables que hablan de ello y lo indican), un día, la muchacha y la mujer serán. Su nombre no significará ya una mera oposición a lo masculino, sino algo por sí mismo, algo que no sugerirá ya complemento o límite y sí, en cambio, vida, existencia, la persona femenina. 
         Este progreso transformará la vida amorosa, que ahora está llena de errores, la transformará desde la raíz (muy en contra de la voluntad de los varones anticuados), la reconstruirá en una relación de persona a persona y ya no de hombre a mujer. Y este amor humano (que se desarrollará con delicadeza infinita y discreta, que se hará bueno y claro tanto al ligrse como al desligarse) se parecerá a aquel que preparamos con trabajo y esfuerzo, aquel amor que consiste en que dos soledades se protejan, delimiten y respeten mutuamente.
              Una palabra más. No crea usted que aquel gran amor que de niño le fue entregado, se haya perdido. ¿Puede decir si en aquel tiempo no maduraron en usted grandes y buenos deseos y determinaciones de las que todavía hoy vive? Yo creo que aquel amor permanece fuerte y poderoso en su recuerdo, porque fue su primera y profunda soledad y el primer trabajo interior que usted realizó en su vida.
            Mis mejores deseos para usted, querido señor Kappus.


Rainer María Rilke