3) «Me habitué —escribe Rimbaud— a la alucinación
simple, veía con toda nitidez una mezquita donde había
una fábrica, un grupo de tambores formado por ángeles,
calesas en los caminos del cielo, un salón en el fondo de
un lago.»
A los diecinueve años, Rimbaud, con una precocidad
genial, ya había escrito toda su obra y cayó en un
silencio literario que duraría hasta el final de sus días.
¿De dónde procedían sus alucinaciones? Creo que le llegaban simplemente de una imaginación muy poderosa.
No está tan claro de dónde procedían las alucinaciones
de Sócrates. Aunque se ha sabido siempre que tenía
un carácter delirante y alucinado, una conspiración de
silencio se encargó durante siglos de que se desconociera
este dato. Y es que el hecho de que uno de los pilares de
nuestra civilización fuera un excéntrico desaforado resultaba
muy difícil de asumir.
Hasta 1836 nadie se atrevió a recordar cuál era la verdadera
personalidad de Sócrates, se atrevió a esto Louis
Francisque Lélut en Du démon de Socrate, un bellísimo
ensayo que, basándose escrupulosamente en el testimonio
de Jenofonte, recompuso la imagen del sabio griego.
A veces, uno cree estar viendo el retrato del poeta catalán
Pere Gimferrer: «Vestía el mismo abrigo en todas las estaciones,
caminaba descalzo tanto sobre el hielo como
sobre la tierra, recalentada por el sol de Grecia, danzaba y
saltaba con frecuencia solo, sin motivo y como por capricho
[...], en fin, debido a su conducta y a sus maneras se
había ganado tal reputación de estrafalario que Zenón el
Epicúreo lo apodó el Bufón de Atenas, lo que hoy llamaríamos
un excéntrico».
Platón ofrece un testimonio más que inquietante en
El banquete acerca del carácter delirante y alucinado de
Sócrates: «A mitad del camino, Sócrates se quedó atrás,
estaba totalmente ensimismado. Me detuve para esperarlo,
pero él me dijo que siguiera avanzando [...]. No
—les dije a los demás—, dejadlo, le ocurre muy a menudo,
de pronto se para allí donde se encuentra. Percibí
—dijo de pronto Sócrates— esa señal divina que me resulta
familiar y cuya aparición siempre me paraliza en el
momento de actuar[...]. El dios que me gobierna no me ha permitido hablarte de ello hasta ahora, y esperaba su
permiso».
«Me habitué a la alucinación simple», podría haber
escrito también Sócrates de no ser porque él jamás escribió
una sola línea, sus excursiones mentales de carácter
alucinado pudieron tener mucho que ver con su rechazo
de la escritura. Y es que a nadie le puede resultar grato
dedicarse a inventariar por escrito las alucinaciones propias.
Rimbaud sí que lo hizo, pero después de dos libros
se cansó, tal vez porque intuyó que iba a llevar muy mala
vida si se dedicaba todo el rato a registrar, una tras otra,
sus infatigables visiones; tal vez Rimbaud había oído hablar
de ese cuento de Asselineau, «El infierno del músico»,
donde se narra el caso de alucinación terrible que
sufre un compositor condenado a oír simultáneamente
todas sus composiciones ejecutadas, bien o mal, en todos
los pianos del mundo.
Hay un parentesco evidente entre la negativa de Rimbaud
a seguir inventariando sus visiones y el eterno silencio
escrito del Sócrates de las alucinaciones. Sólo que la
emblemática renuncia a la escritura por parte de Rimbaud
podemos verla,si queremos, como una simple repetición
del gesto histórico del ágrafo Sócrates, que, sin molestarse
en escribir libros como Rimbaud, dio menos
rodeos y renunció ya de entrada a la escritura de todas
sus alucinaciones en todos los pianos del mundo.
A este parentesco entre Rimbaud y su ilustre maestro
Sócrates bien se le podrían aplicar estas palabras de Victor
Hugo: «Hay algunos hombres misteriosos que no
pueden ser sino grandes. ¿Por qué lo son? Ni ellos mismos
lo saben. ¿Lo sabe acaso quien los ha enviado? Tienen
en la pupila una visión terrible que nunca los abandona.
Han visto el océano como Homero, el Cáucaso como Esquilo, Roma como Juvenal, el infierno como
Dante, el paraíso como Milton, al hombre como Shakespeare.
Ebrios de ensoñación e intuición en su avance casi
inconsciente sobre las aguas del abismo, han atravesado
el rayo extraño de lo ideal, y éste les ha penetrado para
siempre... Un pálido sudario de luz les cubre el rostro. El
alma les sale por los poros. ¿Qué alma? Dios».
¿Quién envía a esos hombres? No lo sé. Todo cambia
menos Dios. «En seis meses incluso la muerte cambia de
moda», decía Paul Morand. Pero Dios no cambia nunca,
me digo yo. Es bien sabido que Dios calla, es un maestro
del silencio, oye todos los pianos del mundo, es un consumado
escritor del No, y por eso estrascendente. No puedo
estar más de acuerdo con Marius Ambrosinus, que dijo:
«Según mi opinión, Dios es una persona excepcional.»
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