Las ventanas se han estremecido,
elaborando una metafísica del universo. Vidrios han caído. Un enfermo lanza su
queja: la mitad por su boca lenguada y sobrante, y toda entera, por el ano de
su espalda.
Es el huracán. Un castaño del jardín de las Tullerías habráse abatido, al
soplo del viento, que mide ochenta metros por segundo. Capiteles de los barrios
antiguos, habrán caído, hendiendo, matando.
¿De qué punto interrogo, oyendo a ambas riberas de los océanos, de qué
punto viene este huracán, tan digno de crédito, tan honrado de deuda derecho a
las ventanas del hospital? Ay las direcciones inmutables, que oscilan entre el
huracán y esta pena directa de toser o defecar! Ay! las direcciones inmutables,
que así prenden muerte en las entrañas del hospital y despiertan células
clandestinas a deshora, en los cadáveres.
¿Qué pensaría de si el enfermo de enfrente, ése que está durmiendo, si
hubiera percibido el huracán? El pobre duerme, boca arriba, a la cabeza de su
morfina, a los pies de toda su cordura. Un adarme más o menos en la dosis y le
llevarán a enterrar, el vientre roto, la boca arriba, sordo el huracán, sordo a
su vientre roto, ante el cual suelen los médicos dialogar y cavilar largamente,
para, al fin, pronunciar sus llanas palabras de hombres.
La familia rodea al enfermo agrupándose ante sus sienes regresivas,
indefensas, sudorosas. Ya no existe hogar sino en torno al velador del pariente
enfermo, donde montan guardia impaciente, sus zapatos vacantes, sus cruces de
repuesto, sus píldoras de opio. La familia rodea la mesita por espacio de un
alto dividendo. Una mujer acomoda en el borde de la mesa, la taza, que casi se
ha caído.
Ignoro lo que será del enfermo esta mujer, que le besa y no puede sanarle
con el beso, le mira y no puede sanarle con los ojos, le habla y no puede
sanarle con el verbo. ¿Es su madre? ¿Y cómo, pues, no puede sanarle? ¿Es su
amada? ¿Y cómo, pues, no puede sanarle? ¿Es su hermana? Y ¿cómo, pues, no puede
sanarle? ¿Es, simplemente, una mujer? ¿Y cómo pues, no puede sanarle? Porque
esta mujer le ha besado, le ha mirado, le ha hablado y hasta le ha cubierto
mejor el cuello al enfermo y ¡cosa verdaderamente asombrosa! no le ha sanado.
El paciente contempla su calzado vacante. Traen queso. Llevan sierra. La
muerte se acuesta al pie del lecho, a dormir en sus tranquilas aguas y se
duerme. Entonces, los libres pies del hombre enfermo, sin menudencias ni
pormenores innecesarios, se estiran en acento circunflejo, y se alejan, en una
extensión de dos cuerpos de novios, del corazón.
El cirujano ausculta a los enfermos horas enteras. Hasta donde sus manos
cesan de trabajar y empiezan a jugar, las lleva a tientas, rozando la piel de
los pacientes, en tanto sus párpados científicos vibran, tocados por la
indocta, por la humana flaqueza del amor. Y he visto a esos enfermos morir
precisamente del amor desdoblado del cirujano, de los largos diagnósticos, de
las dosis exactas, del riguroso análisis de orinas y excrementos. Se rodeaba de
improviso un lecho con un biombo. Médicos y enfermeros cruzaban delante del
ausente, pizarra triste y próxima, que un niño llenara de números, en un gran
monismo de pálidos miles. Cruzaban así, mirando a los otros, como si más
irreparable fuese morir de apendicitis o neumonía, y no morir al sesgo del paso
de los hombres.
Sirviendo a la causa de la religión, vuela con éxito esta mosca, a lo
largo de la sala. A la hora de la visita de los cirujanos, sus zumbidos nos
perdonan el pecho, ciertamente, pero desarrollándose luego, se adueñan del
aire, para saludar con genio de mudanza, a los que van a morir. Unos enfermos
oyen a esa mosca hasta durante el dolor y de ellos depende, por eso, el linaje
del disparo, en las noches tremebundas.
¿Cuánto tiempo ha durado la anestesia, que llaman los hombres? ¡Ciencia de
Dios, Teodicea! si se me echa a vivir en tales condiciones, anestesiado
totalmente, volteada mi sensibilidad para adentro! ¡Ah doctores de las sales,
hombres de las esencias, prójimos de las bases! Pido se me deje con mi tumor de
conciencia, con mi irritada lepra sensitiva, ocurra lo que ocurra aunque me
muera! Dejadme dolerme, si lo queréis, mas dejadme despierto de sueño, con todo
el universo metido, aunque fuese a las malas, en mi temperatura polvorosa.
En el mundo de la salud perfecta, se reirá por esta perspectiva en que
padezco; pero, en el mismo plano y cortando la baraja del juego, percute aquí
otra risa de contrapunto.
En la casa del dolor, la queja asalta síncopes de gran compositor,
golletes de carácter, que nos hacen cosquillas de verdad, atroces, arduas, y,
cumpliendo lo prometido, nos hielan de espantosa incertidumbre.
En la casa del dolor, la queja arranca frontera excesiva. No se reconoce
en esta queja de dolor, a la propia queja de la dicha en éxtasis, cuando el
amor y la carne se eximen de azor y cuando, al regresar, hay discordia bastante
para el diálogo.
¿Dónde está, pues, el otro flanco de esta queja de dolor, si, a estimarla
en conjunto, parte ahora del lecho de un hombre? De la casa del dolor parten
quejas tan sordas e inefables y tan colmadas de tanta plenitud que llorar por
ellas sería poco, y sería ya mucho sonreír.
Se atumulta la sangre en el termómetro.
¡No es grato morir, señor, si en la vida nada se deja y si en la muerte
nada es posible, sino sobre lo que se deja en la vida! ¡No es grato morir,
señor, si en la vida nada se deja y si en la muerte nada es posible, sino sobre
lo que se deja en la vida! ¡No es grato morir, señor, si en la vida nada se
deja y si en la muerte nada es posible, sino sobre lo que pudo dejarse en la
vida!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario