Cuenca, no more
A Luis Borja Corral,
duendecillo valiente
Decía no fumar y fumamos.
Era la furia.
Dos cadáveres encendidos en una
Atenas taciturna.
Yo no era más hombre, sino
ridículo.
Pero aprendí que la amistad es
«fulgor del instante».
Nos estábamos leyendo,
el rostro,
el cuerpo,
leyendo y golpeando los cerebros,
el uno contra el otro.
Qué hermosa batalla del ego,
de la citación, de la mala
traducción de nosotros mismos.
Decía no beber, y bebimos.
Anduvimos ebrios por las húmedas
calles de la ciudad
como dos raposas perdidas en el
asfalto.
Y comimos el cuy más delicioso del mundo,
chupándonos los dedos,
bajando esa paz salobre con una
patucha pecho amarillo,
como tiene que ser.
Decía no drogarse y nos drogamos.
Fuimos felices aspirando,
o más bien inspirando la envidia de
los sobrios.
Pero había alguien más:
Lo cito: «Si uno bebe, si bebe
nuevamente, si bebe hasta caer por
tierra, debe levantarse
y continuar bebiendo hasta
contemplar el Dragón».
El Fakir es mi pastor.
Decía no vomitar y lo hicimos.
En el vado vivo del río Tomebamba,
vomitamos.
El vino salía como la sangre.
Manantial de vino sangre de
la dark gorge.
Como esa canción, más bien el
video: Pass this on.
Decía follar, y no follamos.
Violamos a una mujer imaginaria,
daviliana,
que rompió una botella
en el justo momento del beso.
Pero no sufrimos.
Lloramos de ardor fervoroso de la
dicha.
Como una pastilla incandescente.
Decía tomar el vuelo, y no lo
hicimos. Porque la memoria se nubló.
Queda la resaca del goce.
Cuerpo moribundo, depresión postparto.
Nostalgia de la ola que nos
revolcó.
Yo ahora reposo en la arena.
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